Poema de Agosto

Noches de luna y de sangre.

Ahí están mis amigos y yo estaré acaso.

En los muros del cementerio,

las caras son más pálidas que la cal.

Un ruido que llena todos los espacios nocturnos

y, después, millones de estrellas en el cielo

y unos pocos hombres menos, en la tierra.

Unos hombres a quienes todos abandonan, todos.

Hasta su misma sangre les deja…

“Elegía” (Una voz cualquiera, 1959)

Hay una lámpara, Señor, y hace frío en tu sagrario.

La madrugada es pura y se rasga de unción

cuando la campanilla suena.

Alba de silencio y niebla. Los cazadores sin armas te reciben.

Con una cesta arrodillada, una mujer refleja en sus ojos la gracia.

El acólito tiene aún sueño en sus ojos azules. La campanilla suena.

Sagrario de media luz de madrugada y de pronto su color cambiado.

El blanco de la hostia se traspasa por el claro aleluya del sol tibio.

¡Oh gozo de vivir! Un galgo viene, frío, los pies ligeros sobre el

mármol y mira al cazador.

El oro del retablo suelta las sombras. Palidece teñido por el día.

Yo, enfundado en mi viejo gabán, bufanda al cuello,

siento ya mi tristeza levantada en el hosanna de la luz sobre la hostia.

¡Ah, Señor, dadme sagrarios para volver de mis noches hasta el día,

Oh, dadme el rayo de luz, la blanca víctima y este templo de Dios

en plata pura, argentado tilín de campanilla!

“Belleza sucia la del mundo” (Fin de siglo, 1983)

Belleza sucia la del mundo

manchada de crueldad.

Paraíso de duda entre vivir y no vivir

el deslumbrante sol, la luz, el viento.

Vivir y no vivir. Entretejidos

de dolor y pasmo,

en desaliento y ansia sensitiva,

Quisiéramos durase el sueño inmensurable.

Pero el frío pensar espeja el esqueleto

de un vivir más humano y mejor hecho:

Morir. Estarse quieto.

Sin sensación alguna.

“Los muertos” (Caracola, 1960)

Había entre la escarcha un adolescente muerto

A quien los vivos habían desnudado y convertido en estatua.

Estaba totalmente blanco, menos una roja mancha en su nuca

Y sólo un ligero olor a pólvora entre sus cabellos dorados

Que la escarcha convertía en afilados hilos;

Y no había ruido bajo el sol blanco, mudo de frío

Porque los pájaros aún dormían en sus nidos

Y los hombres se calentaban en sus chabolas de guerra.

Cuando yo lo miré, algo se transformó en el alma;

Lo miré una vez, y otra, y otra, hasta que ya no le vi entre la nieve

Porque había entrado en mi pensamiento y ya no saldría de él;

Y supe en un instante que me había reconciliado con la muerte

Aquel, aquel cadáver enemigo que estaba frente a mí;

Y que no había horror ni asco en la dura carne tendida:

Tan sólo mármol sereno de la belleza, despojado ya de la carga humana,

Ausente del frío, del dolor, del gozo o del deseo.

Había sólo muerte pura, pureza muerta, pureza única

En el sudario blanco de la escarcha.

“Es mi droga la soledad” (Poesía en seis tiempos, 1977)

Es mi droga la soledad,

mi whisky el agua pura (¡qué raro!)

De aquel pozo abandonado de aquel hilo

que escurre entre mastrantos y lirios.

Mi borrachera olerlo (el lirio)

o acariciar perfumes de tomillo.

Mi droga, digo, ese aire, que no vive

entre hombres, abandonado arriba

como un halo de frío.

Paisaje de lo duro

la roca, el pino,

un rincón escondido

donde habite solo,

yo mismo…

“Tan sólo mirar” (Poesía en seis tiempos, 1977)

Tan sólo mirar.

¿Es un pecado que se vayan los ojos,

el que en el limpio cristal de la pupila apresemos imágenes,

ídolos de carne, y en nuestro templo propio, el aposento

del alma lo escondamos?

No me llaméis ladrón, por este robo

del ídolo callejero. No es apenas

un átomo de rapto. Tan sólo levadura

de belleza andante, pura imagen de luz.

Eros distante.